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Para la gilada

malenaschvartz


La crisis de 2001 fue, quizás, el peor derrumbe social de la historia argentina. No sólo fue una enorme crisis económica, sino que también se puso en jaque a la sociedad y a la política -a nivel Estado nacional-. Provocó un quiebre en las clases sociales, la disolución de vínculos políticos, el colapso del aparato productivo, bancario y de las finanzas públicas. La mayoría de las personas sabe qué fue lo que sucedió: desocupación, saqueos, inflación, recorte en los gastos públicos, inversiones que nunca llegaron, venta del territorio, masificación en barrios pobres, represión, corrupción, entre tantos sucesos ocurridos, heredados desde la mitad del siglo pasado.

Sin embargo, tras la crisis de diciembre de 2001, la renuncia de De La Rúa y a continuación la sucesión de cinco presidentes en diez días, nace una cultura popular en Argentina. La Masacre de Puente Pueyrredón, titulares en diarios como “La crisis causó dos nuevas muertes”, una fuerte expansión de las clases más bajas, fueron algunos de los indicios que daban a entender que una nueva Argentina estaba resurgiendo. Duhalde asumió en 2002 como presidente en medio de un fuerte aumento de la desocupación y debió terminar su mandato en 2003. Llamó a elecciones anticipadas y ganó una figura no tan mediática en aquel entonces, pero luego, se convertiría en un héroe nacional. Al llegar a la Casa Rosada, Néstor Kirchner, tenía a cargo más desocupados que votos y lo que logró en tan poco tiempo “no fue magia”.

¿Cómo es que el contexto político, social y económico cambió la cultura popular en Argentina? Esto fue sólo los inicios. A principios de los años ‘90 -momento en que también se estaba superando una hiperinflación- surge otro género, cercano pero lejano al famoso Rock Nacional, que recorrió varias generaciones previa a la llegada de la democracia. “Rock chabón” -así lo definió Pablo Semán, sociólogo- un formato musical que surgió a partir de las protestas sociales, los barrios bajos, la educación y la falta de trabajo. Los jóvenes se habían apropiado de ciertas formas del rock, propias de los sectores medios. Con el “rock chabón” comienza a nacer esa identidad barrial, en donde surgieron la mayoría de las bandas de esa época.

Poco tiempo después, con la decadencia de la deuda externa de la Argentina y mientras se asomaba una nueva crisis, es el momento en que nace la “cumbia villera”. Este nuevo género partía de esa realidad social decadente en su forma más explícita: las letras apuntaban a la vida de la gente en barrios humildes y las villas, los que sufrían por amor, por los hijos, porque los trabajadores se tenían que levantar a las cuatro de la mañana para ir a laburar y también a la “Fe” -que es lo último que se pierde, dicen-. Drogas, crónicas policiales, fiestas, lenguaje obsceno se mezclaban en las canciones que empezaban a sonar en el país de la recesión y articulaban la crítica con la simple narración de la desesperanza.

Así es como comienza la historia de Meta Guacha, una banda que brota de esta crisis a principios del año 2000. El líder, Traiko Pinuer, cantante y compositor, hijo de chilenos pero criado en Argentina, jamás se imaginó que su música sonaría por décadas en los boliches y fiestas más conocidas del país. Y de eso habla una de las primeras canciones que escribieron: “Alma Blanca”.

“Que me estas diciendo me estas ofendiendo. No me digas negro soy igual que tú. Si quieres probarme vamos a la calle, voy a demostrarte que tengo coraje.

Que su amor es mío porque lo gané.

No vale que sientas que tienes dinero,

que vivo en el barro y tú en la gran ciudad.

Soy negro de abajo con el alma blanca,

yo soy de la cumbia, soy de la resaca

y de los boliches de la capital.

Soy de los que van a pedirle a la virgen,

de los que caminan a la catedral.

Soy de los que van a rogar que no falte

en mi casa nunca un pedazo de pan.

Soy de los que van a pedirle a la virgen

de los que caminan a la catedral.

Soy de los que sienten el gran privilegio

de peregrinar la Virgen de Luján”

La gente de los barrios se empezó a identificar cada vez más con las letras que hacían. Y así, además otras bandas de esa época como Flor de piedra (más tarde Damas Gratis), Yerba Brava, Los Gedes, Pibes chorros, empezaron a crecer a nivel nacional e internacional. Llegaron a lugares comunes, que reunían a los marginados locales con los que recién llegaban al país.

En paralelo al crecimiento y expansión de las clases bajas en la Argentina, las cumbias sufrieron una metamorfosis tanto en lo musical como en lo textual. Ya no era hablar de la creencia de los santos, de la falta del “pan y trabajo” en las casas, sino que lo dicho en las letras, era parte de lo que se estaba viviendo en el país. El aumento de la inseguridad, los robos, de los centros penitenciarios: eran otro tipo de historias personales cada banda quería contar y mostrar frente a un público vinculado a este tipo de vida. Meta Guacha se caracterizó por hacer cumbia testimonial. Marcó la diferencia con el resto de los grupos de cumbia villera.

Hasta ése momento, ninguna de las bandas que inculcaron este tipo de melodía, jamás se imaginaron que podrían trascender fronteras sociales. Hoy, la “cumbia villera del 2000” pasó a ser un mito. Suena en cada barrio, en cada calle, en cada provincia del país. Incluso, por el resto del continente Sudamericano. Fue una marca. La cumbia villera cuenta lo que pasa en los barrios humildes y lo baila la gente de otros estratos sociales. La idea era comunicar de dónde vinieron. Y eso fue lo que lograron.

Según explicó en varias entrevistas, el cantante de Meta Guacha, las letras que ellos hicieron al principio, apuntaban al pobre, al que ellos consideraban que peleaba todos los días y que “no entiende ni le interesa entender la devaluación de la economía o los discursos políticos”. “Se levantan a la mañana y tienen que ver si les alcanza para comer o no”. Por eso, pensar en la gente que compartía sus vivencias era lo primordial. También contó que en los inicios, cuando se empezaron a poner de moda los programas de cumbia como el conocido “Pasión de sábado”, censuraban algunas letras y les decían “de esto no se habla más”.

La “cumbia villera” surge por una necesidad social, eran protestas. Era la primera vez que este género representó la voz de la gente. Tanto que además de música, se convirtió en una sección literaria. Muchas de las historias que cuentan algunos autores en sus cuentos o novelas, son las mismas que cuentan en las canciones. El poeta César González, mejor conocido como Camilo Blajaquis, nació en la Villa Carlos Gardel. Pasó por varios reformatorios, por la cárcel de Marcos Paz: tuvo una juventud difícil. Pero, como toda excepción a la regla -y por culpa del Estado y del Sistema que crean un círculo en el que sólo unos pocos pueden entrar y otros muchos se quedan afuera, porque eso es lo que les sirve para el funcionamiento de la sociedad- estudió filosofía en la UBA y a los 21 años sacó su primer libro. Él, a diferencia de la cumbia, no le puso melodía a sus letras, pero sus poemas recorrieron Latinoamérica y diferentes partes del primer mundo, para que todxs no sólo conozcan su historia si no también la que vivieron y viven muchos pibes como él. Uno de sus poemas, titulado “¿Quién soy?” cuenta lo mismo que las letras de cumbia, pero en otro formato:

“Soy el negro de mierda,

que merece ser linchado

el anormal que no se deja ayudar

el salvaje que no quiere ser asistido

el bruto, ignorante y hueco

similar simio violento

entrégueselo a los jueces

que condenan según el domicilio.

que juegan con la muerte

el carnaval de la mano dura

que está lleno de cómplices.

soy el que vive gracias a los planes sociales.

el que debe agachar la mirada

y hacerte sentir el maestro más alto

ese que no tiene un rostro, el deforme, el mógolico,

el villero, sí, el villero.

soy mis amigos que murieron, sin saber cómo fue vivir

soy la humedad que se pudre en una celda,

soy la rata más chillona.

esa cosa sin voz,

esa masa que chorrea grasa,

mis dientes están chuecos,

y no fui al teatro

ni me enamoré de la ópera

no me bañé en las aguas

de la familia Ingalls

ni sonrío con los chistes de Friends.

me crié entre tiros, barro y chapa

el hambre era parte de la familia

la cárcel un futuro no muy lejano

pertenezco a la clase sin clase

los únicos dueños de las escobas

¿quiénes custodian la metrópolis?

¿quiénes limpian lo que vos no querés limpiar?

nuestro cansancio

permite que descanses

nuestra esclavitud

hace posible tu libertad”

Y no fue el único que introdujo en un libro las experiencias que se empezaron a cotidianizar a principios del siglo XXI en Argentina. Oscar Fariña, escritor, sacó un particular libro en el año 2011 “El Guacho Martín Fierro”: reversiona el clásico “Martín Fierro” que pasa de ser un gaucho a un guacho marginado en la villa y estigmatizado. El libro tiene similitudes con el original, ya que el autor plantea diferentes coincidencias que ambos personajes comparten: el guacho le reza a “D10s” –porque cabe destacar que, además de la música villera, el fútbol y la santificación de diferentes personajes públicos, también influyeron en esta nueva cultura popular- , invoca a Santa Gilda, toma vino en cartón, usa “altas llantas”, juega al fútbol, fuma porro, roba, escapa de la policía, ríe, llora, ama y vive donde le tocó vivir. Fariña denuncia la vida marginal de las villas miserias y el sistema carcelario. Sin embargo, una característica fundamental que destaca el autor: Martín Fierro ya no toca la guitarra criolla en forma de versos, ahora ese “lamento cantado del gaucho” se convierte en una clásica cumbia villera.

“Acá me pongo a cantar

Al compás de la villera,

Que el guacho que lo desvela,

Una pena estraordinaria,

Cual camuca solitaria,

Con la kumbia se consuela”

“Por suerte en aquel momento

Taba coloreando el alba

Y yo dije: ‘si me salva

La Gildita de este apuro,

En adelante juro

Chorear con balas de salva”

Una buena forma de analizar la conyuntura de aquel pasado de fines del año 1800, con el actual presente, en el que la cumbia, la villa, los bailes, están siempre vigentes. Son parte de esta sociedad, de la que nos rodea, de la que vivimos día a día. Por eso, un último ejemplo literario es el de Cristian Alarcón, un gran y conocido periodista, que entre sus muchos libros ficcionales, la mayoría basados en hechos reales, escribió “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”. Cuenta la historia de un pibe chorro que muere en febrero del año 1999, acribillado por la policía que llegó a ser un mito en su barrio, una especie de Robin Hood. En la villa repartía entre los vecinos lo que robaba. Dato color: un amigo que trabaja en el Poder Judicial, más preciso en la parte de Penal, una vez me contó que un presidiario le dijo “Verguenza es robar y no llevar a casa”. Y este tipo de frases, son las que nos dejan un mensaje en cada uno y la capacidad de reflexión que se tiene para abordar el tema e interiorizarlo.

A través de la música, textos académicos, libros, movidas sociales, recitales, lugares cotidianos, entre otras muchas experiencias de la vida, conocimos la cumbia villera que hoy representa a toda una Nación. Que una persona no se sienta dentro del círculo al cual refieren las historias “cumbiancheras” no significa que no sea parte de su cultura. La cumbia no es una elección, ya nacemos con ella. Por lo menos las últimas generaciones. Así nos identificamos cada vez que la escuchamos sonar en un en un auto a todo volumen por la calle, en un boliche, fiesta, reunión; en el cine, en obras teatrales, en videos. Sabemos que la “negra + corchea” -mejor conocida con el tarareo “pam, pampam pam” reiteradas veces- y un guiro -el famoso “raspador”-, hacen que la memoria musical busque en la superficie de los recuerdos, y automáticamente, suene una cumbia en la cabeza. La cumbia, por más de que muchxs la estigmaticen y la sigan marginando, está en la cabeza y en el cuerpo de todxs. La relación de entre el sonido de la cumbia y el movimiento del cuerpo está arraigada en la cognición. Cuando se escucha cumbia se tiende a simular mentalmente aquellos movimientos del cuerpo que se precisan para producir el sonido. Siendo así, la experiencia de un sonido que implica una imagen mental de un movimiento del cuerpo. Por eso, como diría cualquier cantante de cumbia villera: “Ritmo, sustancia, cumbia y nada más”.

 
 
 

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